Buscar este blog

jueves, 29 de mayo de 2025

Celebración de cumpleaños






https://oem.com.mx/elsoldeparral/analisis/espejos-de-vida-celebracion-de-cumpleanos-23818830

                                      Hoy como ayer, agradezco la oportunidad de un nuevo día.


Por Cuquis Sandoval Olivas

    En una entrevista a la escritora mexicana Cristina Rivera Garza, rescaté esta cita que me marcó profundamente:
    “Dar cuenta de uno mismo es contar una historia del yo… pero es también contar una         historia del tú.”
    Y es que simplemente, por el hecho de formar parte de la humanidad, convergemos en un mismo espacio geográfico, compartimos la cultura, el lenguaje y muchas otras cosas que nos hacen semejantes, aún dentro de nuestras propias individualidades.

En primer lugar, deseo agradecer al Creador por este soplo de vida que me fue conferido desde el momento en que fui concebida en el vientre de mi madre, hasta llegar al término gestacional y abrir mis ojos al mundo el 29 de mayo de 1963.

    Llegué sola, indefensa, como un libro con las páginas en blanco, donde comenzaron a escribirse las primeras notas y a dibujarse las pinceladas de una bienvenida amorosa. Fui comprendiendo el mundo a través de la mirada de los otros, aprendiendo sus palabras, sus gestos, sus risas y sus múltiples formas de manifestar emociones y sentimientos.

    No había conceptos en mi mente, solo rostros y brazos amorosos prestos a atender mis necesidades. En ese cuidado constante, el aprendizaje fue una experiencia cotidiana: aprendí a distinguir el frío del calor, los gestos de ternura y de enojo, a nombrar lo que me rodeaba, a dar mis primeros pasos y a conquistar, poco a poco, mi autonomía.

    Ese entorno familiar, cálido y seguro, se fue ampliando con el paso del tiempo. Llegó la escolarización, y con ella las amistades, los maestros, los libros, las historias... y ese poder casi mágico que nace del asombro ante cada nuevo conocimiento adquirido.

    Tuve una infancia feliz, rodeada de mis seres queridos, de muchos juegos y de la certeza de que los sueños podían encontrarse atrapados en las nubes, colgando de las estrellas, de las ramas de los árboles o escondidos en algún rincón del firmamento.

    Pasé de una etapa a otra con la inocencia y el candor de quien se sabe amada y protegida. En la adolescencia descubrí los secretos de la atracción hacia el sexo opuesto, los susurros del cortejo, el cuidado de la apariencia física y el valor inigualable de las amistades sinceras, forjadas en los cimientos de valores sólidos.

Los usos y costumbres familiares y comunitarios moldearon mi personalidad: aprendí a valorar el tiempo, a soltar y entregar a los seres queridos cuando regresan a la madre tierra, a acudir a la iglesia del pueblo en busca de consejo, redención y esa fuente inagotable de fe que alimenta el espíritu.

Entonces, el amor llamó a las puertas de mi corazón... y llegó para quedarse. Desde 1982, su presencia ha sido un faro que ilumina mi existencia. Incluso en los momentos más oscuros, siempre he percibido la seguridad que irradia su presencia.

    De novia pasé a esposa, y de esposa a madre: esa investidura sagrada que cada uno de mis cinco hijos ha renovado con encajes de amor, con hilos tejidos de sueños y retazos de ilusiones.
Con el tiempo, ellos también emprendieron su propio tejido de vida, y me convirtieron en abuela, llenando de aún más gozo y plenitud mi corazón.

    Contar seis décadas y dos años no es tarea sencilla, pero sí puede resumirse con gratitud: gracias por un año más de vida, por mis hermanos y familiares, por las amistades que han perdurado, por las que se han ido dejando huellas imborrables, y por todas y cada una de las personas que, de alguna forma, han sido parte de mi historia. Gracias por la salud y la enfermedad, por las alegrías y las tristezas, por las dudas y las certezas, por cada uno de los  proyectos emprendidos, gracias, gracias, gracias. 





  


domingo, 25 de mayo de 2025

Luz eterna en la memoria. Reflexiones sobre la violencia y el feminicidio





En memoria de Lizbeth Lucero Leticia Zapien Urbina 
https://oem.com.mx/elsoldeparral/analisis/espejos-de-vida-luz-eterna-en-la-memoria-reflexiones-sobre-la-violencia-y-el-feminicidio-23475384



N

o es fácil aceptar la despedida definitiva, ni pronunciar el último adiós, ni siquiera comprender que la partida de un ser querido es obra del destino. Cuando alguien de nuestro entorno, ya sea comunitario o familiar, pierde su vínculo con los lazos físicos del cuerpo y emprende ese viaje final, uno que solo podemos imaginar a través de la fe, la tristeza y el dolor se hacen presentes de manera imparable. Ese vacío sigue pesando en el corazón, y el lamento de angustia y desesperación continúa taladrando los rincones más ocultos de nuestra esencia.

Aunque sabemos que la muerte es nuestra eterna compañera, esa sombra que nos ha seguido a lo largo de los días, muchas veces la hemos logrado eludir gracias a los avances de la medicina, al cuidado preventivo y a otras medidas, buscando no solo prolongar el tiempo, sino mejorar la calidad de vida. A pesar de esto, cuando la muerte llega de manera definitiva, el impacto es irremediable, y la vida se ve alterada por la ausencia.

Reconocemos que la muerte se presenta bajo diversas formas para poner un punto final a la frágil línea de la existencia: enfrentamos la enfermedad, el deterioro físico del cuerpo, los accidentes, y en el caso que hoy nos ocupa, el feminicidio. Este acto cruel y devastador acaba con la vida de una mujer, quien desempeñaba múltiples roles: como hija, hermana, madre, sobrina, amiga, maestra, entre otros. La reciente tragedia que ha marcado a nuestra localidad con la pérdida de Lucero Zapien Urbina, una mujer que ya no podrá seguir iluminando la vida de sus seres queridos, nos deja con una huella imborrable de dolor. Ahora, su luz no guiará más en este plano terrenal, pero su memoria se ha elevado al firmamento, convirtiéndose en parte de la indignación colectiva ante la violencia que persiste en nuestra sociedad.

Lucero, como tantas otras mujeres, ya no solo es una víctima de feminicidio, sino un símbolo de resistencia, de lucha por la justicia. Su partida nos recuerda que esta violencia no solo se cobra la vida de una persona, sino que desgarra la esencia misma de la comunidad.

El término “feminicidio” como delito específico se instauró en el ámbito legal en 2012, pero antes se concebía como un crimen pasional o violencia doméstica. Este fenómeno ha sido una constante en la cotidianidad de muchas mujeres, que no han elegido ser víctimas, sino que se han visto atrapadas en la indefensión, en la vulnerabilidad, y en la falta de protección ante sus agresores. Las mujeres no debemos vivir con miedo, no debemos temer por nuestra vida cada vez que salimos de  casa, pero la realidad es otra, y es cada vez más evidente que este flagelo no solo persiste, sino que crece.

De acuerdo con las estadísticas nacionales, los feminicidios siguen en aumento, y lo que es aún más alarmante, muchos de estos crímenes quedan impunes, enterrados bajo la burocracia de la justicia. La sociedad ya no puede permanecer en silencio ante este ciclo de violencia; el clamor de las voces que exigen justicia, seguridad y el fin de la impunidad se eleva más fuerte que nunca. Los gritos de indignación resuenan en cada rincón, reclamando por la reconstrucción del rompecabezas de la verdad, que no se permita que el miedo y la impotencia paralicen nuestra capacidad de acción.

Su familia, alumnos, compañeros docentes y comunidad en general, han emprendido esta manifestación, que clama y exige un alto a la violencia. Demostrando con hechos, que es fundamental despertar como sociedad, que se tomen medidas efectivas para garantizar la seguridad. Ya no podemos seguir permitiendo que se sigan cobrando vidas de manera tan despiadada. La memoria de Lucero, como la de tantas otras, debe convertirse en un motor de cambio, en una llamada urgente a la acción. La lucha por la justicia no debe detenerse. La reconstrucción de un futuro más seguro y digno para las mujeres de este país comienza con el compromiso de todos.

En estos momentos de tristeza, nos unimos al duelo  de la familia y seres queridos de Lucero Zapien Urbina. Hacemos patente nuestro más sentido pésame. Que Lucero descanse en paz, y que su luz siga iluminando el camino hacia un futuro más seguro para todas las mujeres.

lunes, 12 de mayo de 2025

La casa de mamá









https://oem.com.mx/elsoldeparral/analisis/espejos-de-vida-la-casa-de-mama-23231545 I

    Independencia número 49, “familia Olivas” reza el letrero que posa sobre la pared frente de la casa. Solamente figura un apellido, porque mamá tuvo tres esposos, y le nacieron dos hijos de cada uno, por lo que decidió poner el que tenían en común. El segundo marido fue quien compró el terreno donde se erige la vivienda, producto del dinero que ganó cuando emigró a Estados Unidos como brasero, antes de regresar al pueblo en 1957, solo para morir.


    Mamá lavaba y planchaba ropa de la gente del poblado, hacía tamales y otras comidas que sus hijos mayores ofrecían a la venta, hasta que reunió dinero para comprar el material necesario y construir tres cuartos de adobe, con vigas en el techo, piso de tierra y cal sobre sus paredes.


    Uno de estos albergaba la cocina, donde los recuerdos y aromas aún impregnan la casa en cada orificio, basta entrar y la esencia del recuerdo vuelve a flotar por el ambiente. El café hirviendo sobre la estufa de leña, el jarro de frijoles cocidos y las tortillas de maíz o harina cociéndose en el comal; la cocina solo contenía lo más básico: un pequeño trastero, una olla de barro con agua para beber y una mesa cuadrada de madera al centro con cuatro sillas viejas. Eso era suficiente para reunir a la familia y compartir el pan y la sal.


    Los otros dos cuartos eran llamados “salas”, pero en realidad fungían como recámaras. Con dos catres viejos en cada uno, velices, rejas y cajas de cartón para guardar la ropa, una máquina de pedal marca Singer para coser y remendar nuestras raídas y gastadas prendas de vestir y un espejo pegado al centro del cuarto, que devolvía la magia de la felicidad, reflejada en nuestra imagen, al cepillar el cabello o colocar la crema en el rostro. También pendían algunas fotografías viejas, como la del abuelo, quien falleció en la década de los cincuenta.


    Mamá nos contaba historias acerca de este hombre tan importante en su vida, él se había enlistado a las filas de la revolución y ahí conoció a Pancho Villa; peleó algunas batallas y pasó muchas calamidades que forjaron su carácter recio, pero siempre dejó en claro el compromiso, trabajo y dedicación para el bienestar de la familia y el abrazo protector que supo prodigarles.


    Lo cierto es que siempre me dio miedo esta fotografía, parecía que su mirada reflejaba las duras batallas que tuvo que enfrentar, sus ojos destilaban tristeza y desamparo; un bigote espeso cubría su labio superior, patillas a la altura de sus oídos, dejando ver un lunar negro a un lado de su mejilla, portando corbata y un sombrío traje negro.


    En casa no había sanitario, solo un corral compartido por la familia y los animales domésticos. Ahí, buscábamos un espacio con privacidad otorgada por un cerco de piedras, para hacer las necesidades biológicas de excreción del cuerpo. El aseo se efectuaba en un baño circular de lámina que, además, servía como contenedor para los requerimientos propios del hogar. Tampoco había tomas de agua, era necesario acarrearla desde una llave pública, por lo que era compromiso de los hijos mayores de traerla muy temprano.


    El segundo de mis hermanos emigró a Estados Unidos muy joven, como indocumentado para ayudar a la familia, y pronto nuestra situación económica mejoró. Se construyeron otros dos dormitorios y un baño con sanitario y regadera, se instaló una toma de agua, la luz eléctrica y, donde era el corral, se hicieron seis cuartos con regadera, para rentar. Con ese pequeño negocio en puerta, mamá dejó de lavar y planchar ropa ajena y se convirtió en una empresaria con autoempleo.


    La cocina cambió sus muebles viejos por otros incrustados en la pared, con refrigerador y estufa de gas. Las ventanas y puertas de madera fueron reemplazados por otras de hierro forjado, las vigas de los techos se cubrieron con cielos de manta y las paredes se pintaron de color, cubriendo sus espacios con imágenes de santos, crucifijos y fotos familiares.


    Los catres fueron reemplazados por tarimas, las cajas y viejas petacas por dos roperos y unos sillones ocuparon el lugar de la sala, con un tocador que sostenía un espejo grande. Hijos y nietos nos refugiamos en ese espacio, era el centro de reunión de fines de semana y días festivos. Mamá era amante de la música, primero tuvo un tocadiscos, después una consola, luego un estéreo. Su nieta mayor le mandó colocar una banca afuera de su casa, donde se sentaba a la sombra de una lila, platicaba con las personas que pasaban y era su fuente de socialización inmediata.


    Todo sigue igual, excepto que mamá ya no está. La casita tan amada se quedó clamando su presencia; nada ha cambiado de lugar, porque estamos seguros de que cada uno de sus adobes, rincones, muebles y utensilios son parte inherente de sus recuerdos. Pero yo no puedo llegar ahí y pernoctar sin compañía de algún familiar, siento su respiración, sus pasos y la angustia de su ausencia lacera mi alma.