Por Cuquis Sandoval Olivas
En una entrevista a la escritora mexicana Cristina Rivera Garza, rescaté esta cita que me marcó profundamente:
“Dar cuenta de uno mismo es contar una historia del yo… pero es también contar una historia del tú.”
Y es que simplemente, por el hecho de formar parte de la humanidad, convergemos en un mismo espacio geográfico, compartimos la cultura, el lenguaje y muchas otras cosas que nos hacen semejantes, aún dentro de nuestras propias individualidades.
En primer lugar, deseo agradecer al Creador por este soplo de vida que me fue conferido desde el momento en que fui concebida en el vientre de mi madre, hasta llegar al término gestacional y abrir mis ojos al mundo el 29 de mayo de 1963.
Llegué sola, indefensa, como un libro con las páginas en blanco, donde comenzaron a escribirse las primeras notas y a dibujarse las pinceladas de una bienvenida amorosa. Fui comprendiendo el mundo a través de la mirada de los otros, aprendiendo sus palabras, sus gestos, sus risas y sus múltiples formas de manifestar emociones y sentimientos.
No había conceptos en mi mente, solo rostros y brazos amorosos prestos a atender mis necesidades. En ese cuidado constante, el aprendizaje fue una experiencia cotidiana: aprendí a distinguir el frío del calor, los gestos de ternura y de enojo, a nombrar lo que me rodeaba, a dar mis primeros pasos y a conquistar, poco a poco, mi autonomía.
Ese entorno familiar, cálido y seguro, se fue ampliando con el paso del tiempo. Llegó la escolarización, y con ella las amistades, los maestros, los libros, las historias... y ese poder casi mágico que nace del asombro ante cada nuevo conocimiento adquirido.
Tuve una infancia feliz, rodeada de mis seres queridos, de muchos juegos y de la certeza de que los sueños podían encontrarse atrapados en las nubes, colgando de las estrellas, de las ramas de los árboles o escondidos en algún rincón del firmamento.
Pasé de una etapa a otra con la inocencia y el candor de quien se sabe amada y protegida. En la adolescencia descubrí los secretos de la atracción hacia el sexo opuesto, los susurros del cortejo, el cuidado de la apariencia física y el valor inigualable de las amistades sinceras, forjadas en los cimientos de valores sólidos.
Los usos y costumbres familiares y comunitarios moldearon mi personalidad: aprendí a valorar el tiempo, a soltar y entregar a los seres queridos cuando regresan a la madre tierra, a acudir a la iglesia del pueblo en busca de consejo, redención y esa fuente inagotable de fe que alimenta el espíritu.
Entonces, el amor llamó a las puertas de mi corazón... y llegó para quedarse. Desde 1982, su presencia ha sido un faro que ilumina mi existencia. Incluso en los momentos más oscuros, siempre he percibido la seguridad que irradia su presencia.
De novia pasé a esposa, y de esposa a madre: esa investidura sagrada que cada uno de mis cinco hijos ha renovado con encajes de amor, con hilos tejidos de sueños y retazos de ilusiones.
Con el tiempo, ellos también emprendieron su propio tejido de vida, y me convirtieron en abuela, llenando de aún más gozo y plenitud mi corazón.
Contar seis décadas y dos años no es tarea sencilla, pero sí puede resumirse con gratitud: gracias por un año más de vida, por mis hermanos y familiares, por las amistades que han perdurado, por las que se han ido dejando huellas imborrables, y por todas y cada una de las personas que, de alguna forma, han sido parte de mi historia. Gracias por la salud y la enfermedad, por las alegrías y las tristezas, por las dudas y las certezas, por cada uno de los proyectos emprendidos, gracias, gracias, gracias.