https://oem.com.mx/elsoldeparral/analisis/espejos-de-vida-la-casa-de-mama-23231545 I
Independencia número 49, “familia Olivas” reza el letrero que posa sobre la pared frente de la casa. Solamente figura un apellido, porque mamá tuvo tres esposos, y le nacieron dos hijos de cada uno, por lo que decidió poner el que tenían en común. El segundo marido fue quien compró el terreno donde se erige la vivienda, producto del dinero que ganó cuando emigró a Estados Unidos como brasero, antes de regresar al pueblo en 1957, solo para morir.
Mamá lavaba y planchaba ropa de la gente del poblado, hacía tamales y otras comidas que sus hijos mayores ofrecían a la venta, hasta que reunió dinero para comprar el material necesario y construir tres cuartos de adobe, con vigas en el techo, piso de tierra y cal sobre sus paredes.
Uno de estos albergaba la cocina, donde los recuerdos y aromas aún impregnan la casa en cada orificio, basta entrar y la esencia del recuerdo vuelve a flotar por el ambiente. El café hirviendo sobre la estufa de leña, el jarro de frijoles cocidos y las tortillas de maíz o harina cociéndose en el comal; la cocina solo contenía lo más básico: un pequeño trastero, una olla de barro con agua para beber y una mesa cuadrada de madera al centro con cuatro sillas viejas. Eso era suficiente para reunir a la familia y compartir el pan y la sal.
Los otros dos cuartos eran llamados “salas”, pero en realidad fungían como recámaras. Con dos catres viejos en cada uno, velices, rejas y cajas de cartón para guardar la ropa, una máquina de pedal marca Singer para coser y remendar nuestras raídas y gastadas prendas de vestir y un espejo pegado al centro del cuarto, que devolvía la magia de la felicidad, reflejada en nuestra imagen, al cepillar el cabello o colocar la crema en el rostro. También pendían algunas fotografías viejas, como la del abuelo, quien falleció en la década de los cincuenta.
Mamá nos contaba historias acerca de este hombre tan importante en su vida, él se había enlistado a las filas de la revolución y ahí conoció a Pancho Villa; peleó algunas batallas y pasó muchas calamidades que forjaron su carácter recio, pero siempre dejó en claro el compromiso, trabajo y dedicación para el bienestar de la familia y el abrazo protector que supo prodigarles.
Lo cierto es que siempre me dio miedo esta fotografía, parecía que su mirada reflejaba las duras batallas que tuvo que enfrentar, sus ojos destilaban tristeza y desamparo; un bigote espeso cubría su labio superior, patillas a la altura de sus oídos, dejando ver un lunar negro a un lado de su mejilla, portando corbata y un sombrío traje negro.
En casa no había sanitario, solo un corral compartido por la familia y los animales domésticos. Ahí, buscábamos un espacio con privacidad otorgada por un cerco de piedras, para hacer las necesidades biológicas de excreción del cuerpo. El aseo se efectuaba en un baño circular de lámina que, además, servía como contenedor para los requerimientos propios del hogar. Tampoco había tomas de agua, era necesario acarrearla desde una llave pública, por lo que era compromiso de los hijos mayores de traerla muy temprano.
El segundo de mis hermanos emigró a Estados Unidos muy joven, como indocumentado para ayudar a la familia, y pronto nuestra situación económica mejoró. Se construyeron otros dos dormitorios y un baño con sanitario y regadera, se instaló una toma de agua, la luz eléctrica y, donde era el corral, se hicieron seis cuartos con regadera, para rentar. Con ese pequeño negocio en puerta, mamá dejó de lavar y planchar ropa ajena y se convirtió en una empresaria con autoempleo.
La cocina cambió sus muebles viejos por otros incrustados en la pared, con refrigerador y estufa de gas. Las ventanas y puertas de madera fueron reemplazados por otras de hierro forjado, las vigas de los techos se cubrieron con cielos de manta y las paredes se pintaron de color, cubriendo sus espacios con imágenes de santos, crucifijos y fotos familiares.
Los catres fueron reemplazados por tarimas, las cajas y viejas petacas por dos roperos y unos sillones ocuparon el lugar de la sala, con un tocador que sostenía un espejo grande. Hijos y nietos nos refugiamos en ese espacio, era el centro de reunión de fines de semana y días festivos. Mamá era amante de la música, primero tuvo un tocadiscos, después una consola, luego un estéreo. Su nieta mayor le mandó colocar una banca afuera de su casa, donde se sentaba a la sombra de una lila, platicaba con las personas que pasaban y era su fuente de socialización inmediata.
Todo sigue igual, excepto que mamá ya no está. La casita tan amada se quedó clamando su presencia; nada ha cambiado de lugar, porque estamos seguros de que cada uno de sus adobes, rincones, muebles y utensilios son parte inherente de sus recuerdos. Pero yo no puedo llegar ahí y pernoctar sin compañía de algún familiar, siento su respiración, sus pasos y la angustia de su ausencia lacera mi alma.
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