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domingo, 12 de noviembre de 2023

Mi relación con la muerte


Imagen tomada de la red


Por Cuquis Sandoval Olivas
Parral, Chihuahua, México

Muerte, palabra escalofriante cuyo significado conocí desde muy temprana edad, ya que, al ser esta la antagónica de la vida, es una sombra invisible que se convierte en nuestra eterna compañera, soliendo aparecer de improviso o dejando mensajes y huellas en nuestro caminar; presentándose con distintas investiduras: a veces en forma de accidente, enfermedad, por vejez, al nacer o incluso antes del nacimiento, asesinato y una de las que más me ha impactado hasta la fecha, por suicidio. 

    Todas y cada una de sus diferentes presentaciones, las he visualizado y vivido en carne propia, acompañadas de distintas emociones: incredulidad, asombro, desesperanza, llanto y hondos pesares, pero también de solidaridad, empatía y una gran respuesta de la comunidad.
    
Nací y crecí en Balleza, un pueblo situado al sur de Chihuahua, México, donde las costumbres y tradiciones se practican en el diario vivir, la gente se conoce y convive como una gran familia comunitaria, por tales motivos, acompañar a los deudos y dar el último adiós a alguno de sus habitantes, que emprendió ese último viaje al más allá, siempre ha sido una obligación moral. 
    
    A finales de los años sesenta e inicios de los setenta del siglo pasado, no había funeraria en el pueblo, cuando se presentaba el infortunio, había que desocupar el cuarto más grande de la casa, buscar sillas con los vecinos y preparar el espacio que serviría de escenario para rendir homenaje al difunto; esta encomienda, revestía gran apoyo solidario, porque además de ayudar con los preparativos, se debía preparar café, menudo, pan y alimentos para los asistentes, ya que era costumbre velar toda la noche al difunto, entre rosarios, llantos, pláticas y lamentaciones. 

    Fue así, como desde muy pequeña asistía a los velorios del pueblo con mamá; me causaba curiosidad asomar mi pequeño rostro al féretro, pero evitaba hacerlo, prefería conservar en mi memoria ese rostro que había visto con vida y no rígido y frío, en su último recinto. Mi pequeño corazón se compungía de dolor, cuando el llanto de los familiares desgarraba los oídos, traspasando hasta el alma, pero al pasar esos episodios, disfrutaba escuchar los diálogos que se formaban, principalmente, en torno a la vida del fallecido, la causa de su muerte y otras muchas murmuraciones que me llenaban de asombro y curiosidad.
Para la imaginación exacerbada de una niña, era como estar pasando una película por el pensamiento, donde se iba desarrollando la trama, hasta llegar al fatal desenlace. Una y otra vez, formulé varias preguntas, cuyas respuestas vagas recibidas, aún las sigo escuchando y siguen persistiendo en mi pensamiento ¿Por qué Dios permitió que pasara? ¿A dónde van los muertos? ¿Hay otra vida en el más allá?, entre otras interrogantes que siguen circundando el pensamiento.

    La muerte en sí es escalofriante, entraña duelo, dolor profundo, el horizonte se tiñe de tristeza y desolación, algunas cosas se han modernizado, pero recuerdo nítidamente que entre las prácticas y ritos funerarios  que más me han impresionado, es el momento de sacar el cuerpo de la casa, ¬—actualmente de la funeraria—, antes, los varones  cargaban el féretro sobre los hombros, seguidos de una procesión que se hacía a pie hasta el templo y luego al panteón,  donde  se permite —en la mayoría de los casos—, que  deudos, familiares y conocidos pasen a despedirse, luego, esa visión del cajón bajando lentamente a su última morada, los puños de tierra, y el tener que alejarse dejando al ser amado en la más completa soledad. 
Generalmente, ese cuadro aún se sigue presentando, claro que con los cambios que la modernidad ha traído consigo. En la medida que fui creciendo, me fui haciendo más consciente de la muerte y del impacto que esta tiene en la vida de sus deudos. 

       Perdí a papá cuando solo contaba con nueve años de edad, todo ese cuadro pasó como memorias borrosas, solo puedo extraer breves fragmentos difusos, que se mezclan y pierden en los confines del recuerdo. Entre los episodios más dolorosos, viene a mi mente cuando veía a mamá llorar desconsolada, se percibía en su rostro, el desamparo y desesperanza; por mi parte, estaba muy ocupada observando a la gente que se aproximaba a dar las condolencias, en esos momentos no era consciente de la pérdida que estaba sufriendo; fue al pasar de los años que pude constatar la falta de mi padre, el dolor de su ausencia y la figura que nadie más pudo llenar en mi vida. 
Lógicamente, al ser individuos finitos con una existencia limitada, han sido muchas las personas que he visto pasar y llegar a su destino final, desde mi abuela, tíos muy queridos, primos y otros familiares con quienes tuve una convivencia muy estrecha; de igual manera, a amigos que dejaron una estela de recuerdos y añoranzas en mi contexto inmediato. 

    En este nuevo milenio, la muerte ha llegado a trastocar a mi familia en varias ocasiones: fallece mi suegro en estados Unidos, él presentó una muerte cerebral, por lo que debimos sufrir la agonía de observar su cuerpo dormido, pero sin ninguna actividad en su cerebro, hasta que mi esposo tomó la decisión de firmar la orden para desconectarlo de las máquinas que le permitían respirar a sabiendas de que no había más esperanzas de vida. Tras su deceso, las enfermedades entraron por la puerta grande al cuerpo de mi amada suegra, hasta que minaron sus fuerzas y exhaló su último suspiro en los brazos de mi querido marido.
 
    En ese tiempo, como familia, estábamos enfrentando una lucha contra el cáncer, que se posesionó del cuerpo de nuestra primera nieta, quien contaba con escasos ocho años de edad. Por dos años consecutivos, ella sufrió los embates y efectos de las cirugías, radiaciones, quimioterapia y medicamentos, hasta que la metástasis inundo sus órganos y fue entregada por el personal médico a su cargo; entonces, clamamos porque la muerte se presentara rauda y veloz para que ella dejar de sufrir.    

    Esta nos escuchó, no cuando nosotros lo solicitamos, sino cuando fue el momento preciso; la niña ya había perdido la capacidad de caminar, el control de esfínter y el tumor era un bulto enorme que bajaba por su espina dorsal, causando dolores intensos; además de obstruir su respiración, con ataque de tos que desgarraban su pecho. La morfina, solo servía por algunas horas en que la tenía completamente adormecida. En esa ocasión, recibimos a la muerte como una liberación del tormento que la niña estaba pasando. No por esto, su llegada fue menos dolorosa, por un lado, agradecíamos no escuchar sus lamentos y por otro, el silencio laceraba nuestras almas. Ella se fue clamando por un Dios que la habría de recibir, soltando y dejando todo lo que había amado en la tierra, sus labios musitaron una última alabanza y se abandonó en los brazos de la muerte.  

    Es una herida latente, que al paso de los años sigue sangrando ante el más mínimo roce; es un duelo que tratamos de sobrellevar, porque nada podemos hacer, salvo recordarla y honrar su memoria.     

    Hace seis años fallece mamá. Una señora de casi noventa y cinco años. Ella siempre tuvo respeto y miedo a la muerte, debido principalmente a las muchas pérdidas que tuvo que enfrentar en el transcurso de su vida. Pero llegó el momento en que sus raíces empezaron a perder cohesión con la tierra, fue desprendiéndose poco a poco, sus ojos perdieron brillo, las palabras se quedaron ahogadas en sus labios, el alimento debía ser transportado en sonda hasta su estómago, no podía sostenerse, su cuerpo, de una piel extremadamente fina y delgada, empezó a llagarse, hasta que finalmente, una noche, su vida languideció, su alma se desprendió de ese cuerpo tan amado y nos dejó en la más completa orfandad. 

    Sé de antemano que ella vivió una vida plena y longeva, pero no puedo acostumbrarme a su ausencia. Me hace falta su abrazo, consejo y amor maternal que solo ella sabía prodigar. Cuando llego a su casita, me embriago del recuerdo, de tantas cosas compartidas, experiencias vividas y mis ojos se convierten una vez más en ríos de lágrimas. 

    En la reciente pandemia del COVID 19, la muerte desfiló incansablemente por el mundo entero, nos llenó de pánico y angustia, temerosos de la vida propia y la de nuestros seres queridos. Hoy en día, parece que recordamos una película de terror donde fuimos los protagonistas. Entre las muchas pérdidas podemos contar a tres familiares directos que no pudieron sobrevivir a su ataque, además de otros familiares lejanos, amigos y conocidos. 

    Entonces, ¿Qué es la muerte? ¿Por qué algunos la claman, otros la buscan y propician su encuentro y en su gran mayoría le tememos? Los mexicanos la celebramos, tenemos dos días especiales para honrarla con flores, música, altares, comida y un despliegue de acciones que sentimos nos acercan a las almas de nuestros difuntos. 

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