Equilibrios cotidianos
Y los días se suceden unos a otros desde el inicio de los tiempos, marcados por el constante movimiento de rotación de la Tierra. Cada jornada nos regala veinticuatro horas, de las cuales, al menos ocho están destinadas al descanso, imprescindible para estabilizar el organismo y regular nuestras funciones vitales. Si aplicamos esa operación matemática elemental, nos quedan dieciséis horas disponibles.
De esas dieciséis, generalmente dedicamos al menos ocho al cumplimiento de alguna labor: ya sea en el hogar, en un entorno profesional, educativo o comunitario. Las ocho restantes se distribuyen entre el cuidado personal, la práctica de ejercicio físico, la convivencia con la familia y amistades, la lectura, las visitas sociales, las compras necesarias, y las actividades recreativas como asistir al teatro, al cine, o simplemente caminar bajo el cielo abierto.
Y así, casi sin darnos cuenta, en un abrir y cerrar de ojos, el día cede paso a la noche, y esta anuncia el inicio de un nuevo amanecer. Los días se suman a las semanas, las semanas a los meses, y los meses conforman los años. El tiempo avanza implacable, con la misma cadencia desde el origen de la vida.
Dentro de este continuo devenir, se presentan múltiples circunstancias, algunas previstas y otras imprevistas. En cada caso, existen matices, decisiones y emociones que nos definen y nos impulsan, pues el ser humano responde tanto a lo que ocurre en su interior como a lo que lo rodea. Las emociones, entendidas como percepciones conscientes o inconscientes ante estímulos internos y externos, se manifiestan en complejas respuestas neurofisiológicas que involucran al cerebro, al cuerpo y al espíritu.
Estas reflexiones someras me llevaron a recordar al psicólogo y pedagogo Jean Piaget, quien fundamentó en su tesis que cuando logramos asir el conocimiento, llegamos al equilibrio, pero luego, volvemos a entrar en ese proceso de desequilibrio que nos lleva a esa búsqueda utópica de felicidad y bienestar. Este ciclo constante de equilibrio y ruptura es, tal vez, la esencia misma del crecimiento humano: nunca estamos completos del todo, siempre en movimiento, en construcción.
Muchas personas —expertas o simplemente sabias desde su experiencia— comparten consejos, ideas y alternativas para lograr una vida más plena y significativa. Desde perspectivas espirituales, cognitivas o sociales, todos los enfoques buscan el mismo fin: el bienestar. Porque, aunque somos individuos únicos, necesitamos del otro para reconocernos, dialogar y reencontrarnos. De ahí la relevancia que han cobrado las redes sociales en la actualidad: espacios virtuales donde compartimos, nos expresamos, buscamos compañía o simplemente nos dejamos ver.
Sin embargo, la inmediatez digital suele desplazar lo importante, y muchas veces caemos, casi sin notarlo, en la trampa de la procrastinación. Pasamos largas horas frente a pantallas, consumiendo contenido efímero, y olvidamos los placeres esenciales que la naturaleza nos ofrece generosamente: el sonido del viento entre los árboles, la conversación sin prisas, el aroma del café recién hecho, la caminata sin destino, o el abrazo que no necesita palabras.
Tal vez —y solo tal vez— habría que hacer una pausa, mirar el cielo y recordar que cada día es una oportunidad única, irrepetible e irreemplazable. Y que el tiempo, ese viejo maestro silencioso, no espera a nadie.
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