Para esas almas que velan desde el cielo.
Este escrito fue hecho al atender una convocatoria denominada "Perdí a mi hijo", rescatando la historia de mi hija Yadira, la incluí en "Mundo poesía", donde se hizo acreedora a la distinción de ser seleccionada como:
Prosa del MES (Seleccionada por la administración entre las propuestas remitidas por moderadores y/o usuarios) Muchas FELICIDADES MUNDOPOESIA.COM Autora: María del Refugio Sandoval Olivas
PERDÍ A MI HIJO
Autora: María del Refugio Sandoval Olivas
Dos palabras antónimas encierran significados disímbolos:
vida, muerte; ambas se presentan con distintas vestiduras, la primera es
sinónimo de esperanza, luz, alegría, felicidad; la segunda, de oscuridad,
separación y duelo.
Tuve la fortuna de concebir cinco hijos, gozarme de sus éxitos y ser parte medular de
su desarrollo y crecimiento. Yadira, mi segunda descendiente, se convirtió en
madre cuando apenas contaba con 16 primaveras, era una fruta que aún no
alcanzaba su maduración; incluso a la hora del alumbramiento debió
practicársele una cesárea debido a su
matriz infantil. De esa manera, vuelvo a convertirme en mamá sin haber
albergado en mi vientre una vida; ya que al ser abuela primeriza, sufrí los
achaques y problemas propios del embarazo, así como la culpabilidad por no tender
un cerco protector alrededor de mi hija adolescente, que la liberara de los
sufrimientos y circunstancias a los que
no estaba preparada. La niña nació con complicaciones en su estómago, porque
defecó dentro del saco amniótico y debieron tenerla varios días en la incubadora
sin recibir alimento; por un lado, observar a mi pequeñita debatirse en los
dolores subsecuentes a una intervención quirúrgica, la leche que se aglutinaba
en sus pechos y el escuchar a la bebé emitiendo lastimosos llantos exigiendo ser
alimentada.
Mi hija volvió a la escuela y quedé a cargo de ese nuevo
ser que había cautivado mi corazón al instante; trataba de cuidarla, mimarla y
darle las atenciones necesarias para que floreciera en un ambiente lleno de
amor. Fueron ocho años de un devenir constante, Odetthe tenía dos casas, ansiaba
estar con su madre, pero no quería separarse de nosotros, sus abuelos.
De pronto, a modo un presagio de tormenta, aparecen unos
nubarrones en nuestra vida; sin previo aviso, brota un bulto del tamaño de una
mandarina en su espalda alta; inmediatamente buscamos la opinión médica, le
Intervienen quirúrgicamente, y el diagnóstico es completamente desalentador: “Sarcoma
sinovial bifásico”, desde el primer momento, el oncólogo hizo patente la
gravedad de la situación, enfrentábamos un monstruo de mil cabezas; conocimos los
horrores de la quimioterapia, radiaciones, efectos devastadores en su pequeño
cuerpo, tratamientos alternativos, internamiento, convivencia con niños que
luchaban la misma batalla, aunque con distintos nombres: leucemia, linfoma,
entre otros; nuestro rostro se cubrió
con el rictus de un nuevo antifaz: desaliento, coraje, desesperación; búsqueda
constante de milagros, diálogos y negociaciones con el ser omnipotente; pisar
los umbrales del dolor cada vez que entraba al quirófano para ser intervenida;
ir observando como mermaba su salud y el deterioro de sus órganos ante el
suministro de quimio, y lo más devastador, saber que la estábamos perdiendo.
Fueron muchos niños los que vimos despedirse de este mundo, algunos marcharon
en la quietud del sueño, otros presos de terribles dolores y desesperanzas.
Cuando el diagnóstico final fue inminente, quisimos robar
tiempo al escaso soplo de vida que le quedaba, por lo que aprovechábamos cada
instante en mimarla, abrazarla y decirlo lo significativo que era en nuestra
existencia. Tuvimos apoyo de psicología y tanatología que trataban de prepararnos para su partida; nos aconsejaban
que era fundamental el irnos desprendiendo y despidiendo de ella, de tal manera,
que apoyásemos a aligerar su equipaje de emociones y sentimientos por dejarnos.
Mi hija, cual valiente guerrera, seguía
las indicaciones necesarias al aplicar los cuidados paliativos y al hacerle
saber, que la muerte llegaría y le llevaría al lado de Jesús, donde no existe
el dolor y su organismo por fin podría
descansar. Además, le prometió una reencarnación de su pequeña alma, cuya
escencia y espíritu volvería en el
cuerpo de otro hijo. De esa manera, sus últimos días fueron una escalera de
sacrificios; al no recibir quimio, el tumor se fue expandiendo por toda su
espaldita; perdió el control de esfinter y con ello, gran parte de su seguridad y
autoestima. Los tumores habían hecho metástasis en varias partes del cuerpo.
Sus pulmones no alcanzaban suficiente aire, dejó de caminar y quedó postrada en
su cama. Dejaba escuchar su voz, al entonar alabanzas y hacía oración,
pidiendo que desaparecieran esos dolores
terribles; la morfina, era lo único que menguaba un poco, pero la adormecía y
mareaba de tal forma, que hasta los rayos de luz que asomaban por la cortina
dañaban su vista.
No hay palabras que puedan expresar el desconsuelo de
entregar un hijo; no queríamos verle sufrir, pero cuando finalmente su alma se
desprendió de su pequeño y maltrecho cuerpo, se llevó parte de nuestra escencia.
Estaba ahí, tendida en la cama, con una palidez mortal escalofriante, sin calor
ni color; Jesús bajó y le tomó de su mano y marcharon hacia la luz; la muerte
nos había arrebatado a ese gran regalo que Dios puso en nuestras vidas. Como
madre, debí vestirme de fortaleza para dar apoyo y soporte a mi hija, quien
estaba completamente destrozada ante esa pérdida. Uno de los recuerdos que
siempre taladrarán nuestra mente, es cuando el féretro blanco fue depositado y
cubierto con tierra, dejando enterrado sus restos mortales y parte de nosotros
mismos.
Dicen que la escritura tiene el poder de sanación; me
dediqué a escribir sus memorias en el libro “Una Rosa sin Espinas”;
diariamente hablaba con mi hija para leer los adelantos o buscando el constatar alguna de la información
proporcionada; fue un vínculo muy fuerte que nos permitió llorar, expresar
nuestros sentimientos, afianzar el lazo fraterno y tender puentes de soporte
emocional que nos ayudaran a sopesar su ausencia; al primer aniversario de su
partida, presentamos el texto, dando testimonio por medio de una narración
biográfica, Yadira, acompañaba cada presentación, entonando la melodía que Carlos,
mi último retoño, le compuso,
denominada:: “Hablando con la luna”. Su
hermosa voz, sigue cimbrando los corazones de quien la escucha y arrancando lágrimas
de empatía al reconocerse en el dolor ajeno.
Sin embargo, al paso de ocho años de su muerte, puedo comprobar que es
una dolencia que solamente se adormece, pero que vuelve a brotar como una
grieta lastimada que nada ni nadie puede reparar.
Hace un año, Yadira supo que albergaba una nueva
vida, por cuarta ocasión sería madre y
además ella tenía la esperanza de que el alma de Odetthe, viniera impresa en
este nuevo ser. Era un estado de gravidez de alto riesgo, al tener tres
cesáreas previas y una intervención de apéndice. Contaba con dos meses de
gestación, el dolor en su vientre era constante, por lo que le hicieron unos
estudios que confirmaron que el feto estaba alojado en una trompa de falopio,la
que ya presentaba desgarramiento, de tal forma que precisaban con urgencia, sacarlo
y terminar con el embarazo.
El llanto fluía por sus ojos y abrazaba su vientre,
como tratando de proteger a ese ser frágil e indefenso del destino final que le
aguardaba; en unos momentos abrirían su cuerpo y pondrían fin a su existencia,
arrancando con ello sus ilusiones y sueños
que germinaron desde que se enteró de su presencia.
Le
explicaron de antemano el riesgo, no había otras opciones viables, sin embargo,
el sólo hecho de pensar que estaba firmando la aceptación para que terminaran
con su diminuta vida le hacía sentir culpabilidad, enojo y desesperación ante lo
inevitable.
Fue muy
desgarrador observar a mi hija el vivir una segunda pérdida, se sentía vacía,
Incapaz de entender los hilos conductores del destino que le arrebataban una
vez más la felicidad; al perder a este bebé, perdía también la esperanza de
volver a albergar vida en su vientre y con ello, su incapacidad de cumplir la
promesa hecha a Odetthe en su lecho de
muerte, aunado a su necesidad de creer que su alma volvería a renacer. La
muerte imprime marcas indelebles en cada individuo; se aprende a convivir con
la separación, a pronunciar el nombre de ese ser amado sin que las lágrimas
fluyan como un río sin cauce; se extraen los recuerdos, se sonríe ante esas
memorias que permiten volver a percibir su presencia, su influencia; se
inmortaliza la imagen, la sonrisa; se vuelve a percibir su aroma; es tanta la
inmensidad del recuerdo, que el subconsciente
acude a los sueños para traer a esa personita amada a nuestro lado; le
decimos las palabras y frases que quedaron pendientes e inconclusas, atrapadas
en el silencio; volcamos el amor en abrazos y besos; pero al despertar,
volvemos a aspirar el frío de la ausencia y nostalgia; visitamos su tumba,
encontrando un espacio con una cruz que tiene impresas sus generales; fecha en
que nació y murió, brecha trunca, camino finito que llegó a su fin; el lugar se
adorna con flores, globos; sin embargo, sigue permeando el vacío, dolor e
impotencia.
Retorna el brote caudaloso de las lágrimas, cuyo manantial, mana amargura,
desaliento y desesperanzas que quedan selladas en el corazón por siempre al perder
a un hijo. Es un antes y un después; hay
miedo y culpabilidad de olvido; no podemos permitir que el rostro se vaya a desdibujar en el recuerdo del
resto de la familia y perderse en los contornos y rincones del
tiempo; entonces, volvemos a contar su historia y rescatamos su esencia.
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