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viernes, 24 de abril de 2020

Cuento publicado en la antología por el día Mundial del Libro #Páginas libres.

Hoy como ayer, agradezco la oportunidad de un nuevo día.

Páginas 76,77







                             LA NIÑA Y EL PERRO 

Lizzy era una niña especial, la naturaleza le había prodigado gran belleza física y espiritual. Vivía al lado de su madre, una mujer soltera y hermosa; cuyo sustento era ganado con el uso constante y habitual de una máquina de coser. Desde pequeñita, su arrullo era el ruido del pedal oscilante manipulado por el vaivén de los diminutos pies de su progenitora; y el suave sonido de la aguja al entrar y salir de la tela. Una pequeña mesa de madera, siempre estaba cubierta de telas, hilos de todos colores, dedales, botones, tijeras, medidas y todos los accesorios propios de una costurera. Lizzy siempre portaba bellos atuendos, su madre confeccionaba todas sus prendas de vestir; además que el trabajo constante les permitía darse ciertos lujos, como el de ir a comer los domingos después de misa, al quiosco de la plaza principal. Su pequeño mundo giraba en esa casita; su tiempo, lo compartía jugando, cantando y escuchando las maravillosas historias que su madre tenía para ella. 
Era un deleite escucharla una y otra vez, la descripción que hacía de esos parajes, mundos de magia, de ensueño, donde habitaban las princesas, príncipes, hadas, animales que actuaban como los humanos, aunque también existían brujas malévolas, pócimas, engaños, pero, al final, siempre salía victorioso el bien. Cada vez que su madre tenía oportunidad, adquiría cuentos ilustrados para ella, iniciándola desde muy temprana edad en el maravilloso y fantástico mundo de la literatura. 
A la par que aprendía sobre los personajes y acontecimientos relatados, buscaba entender las explicaciones que las moralejas dejaban en sus historias.
 −Mami, ahora el lobo se comió a la abuelita de caperucita roja.−¡Oh, no! A el lobo también le gustan las borreguitas. 
−La enseñanza que nos dejan, −dijo su madre; −es que los pequeños siempre deben obedecer a mamá, porque como adultos, tenemos la experiencia y el deber de proteger a los hijos. 

Un día, la niña pidió tener una mascota, siempre había deseado un perro con quien compartir juegos y secretos. Su madre le dijo que adoptarían alguno, porque cuando salían a comprar los víveres, había tantos animales sin hogar, que daba compasión al observar las condiciones tan deplorables en que se encontraban: Hambrientos, con su pelaje cubierto de suciedad, pulgas y llagas. De pronto, la mirada de Lizzy quedó atrapada en unos ojos que le observaban fijamente, era un cachorro labrador. 
Estaba escondido debajo de una banca, como si temiera recibir puntapiés. Primeramente compraron una cuerda para sujetarle, le llevaron al veterinario de la colonia, lo bañaron y bautizaron con el nombre de Sultán. A partir de ese momento, se convirtió en el fiel compañero, dormía a los pies de su cama, le acompañaba en todos sus juegos. Así, entre fantasía y realidad, llegó el momento de acudir a preescolar. 
A la salida de clase, ella siempre esperaba divisar a lo lejos el rostro apacible de su madre, quien caminaba con Sultán a un lado, detenido por una correa atada a su cuello, la cual impedía que corriese hasta el salón donde la niña aguardaba. Sultán traía sus orejas levantadas, movía la cola alegremente y emitía ladridos de alegría, porque finalmente llegaría al encuentro con su compañerita de aventuras. Cuando salía de casa, se afianzaba de la mano de mamá; disfrutando el canto de los pájaros. 
De pronto, aparecen unos jóvenes con un pañuelo sobre el rostro, le piden a su madre el bolso que pendía sobre su hombro; ella, en vez de obedecer, tomó a Lizzy en brazos y emprendió la huida. Sultán ladraba desesperadamente mostrando sus filosos colmillos a sus oponentes, tratando de detener su ataque y proteger a las personas que tanto amaba. Sin embargo, un disparo se dejó escuchar, taladrando oídos y rompiendo el silencio del viento. Lizzy no entendía que ocurría, volvió la vista y vio a su mascota tendida en un charco de sangre; escapó de los brazos que la aprisionaban y corrió hasta donde se encontraba su entrañable amigo. 
Los ladrones habían huido. En ese momento, la niña se dio cuenta de que existía la maldad en los seres humanos, la muerte que llegaba, arremetía y se llevaba lo que tanto se ama y se necesita. Pero también aprendió a reconocer el valor y amor incondicional de su mascota, quien ofrendó su vida al salvaguardar su integridad. Su madre le enseñó a perdonar a quienes le causaron daño, a salir de la etapa de duelo y sonreír a la vida.

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