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jueves, 19 de septiembre de 2019


Los hijos de mis hijos
Entre las múltiples bendiciones que he recibido de la vida es la de ser abuela.  A los 36 años me dieron el nombramiento oficial e inicié mi formación en la escuela de la vida, donde las recompensas recibidas son miradas cargadas de cariño, abrazos, besos y un sinfín de bendiciones y aprendizajes que van marcando y templando el alma.
Se dice que los nietos son una prolongación de la existencia, porque se puede enmendar muchos de los errores que comete una con los hijos, ya sea por inexperiencia, por estar siempre tan apresurados y ocupados en el estudio, el trabajo o ambas cosas; o quizá, por no tener el tiempo y la madurez necesaria para saborear cada instante, ocurrencia, caricia y atesorar esos momentos como una riqueza invaluable que pasa y esfuma con cada día de su crecimiento.
Ser partícipe de ese legado, es uno de los regalos más preciados; desde el mismo momento que sabemos que existen en el vientre de su madre hasta el instante crucial del alumbramiento.
En el momento que esos pequeñines arriban al mundo, se ganan nuestro corazón; sin embargo, en la medida que crecen, se convierten en maestros que nos enseñan a ver el mundo a través de sus ojos, pletóricos de inocencia, de esperanza, con una mirada diáfana y segura, toman nuestra mano y jamás vuelven a soltarla; sus risas, son como música que brinda nuevos tintes de color a la existencia.
Indudablemente los tiempos han cambiado; en el ayer, hablar de abuelos era hacer referencia a unos viejecitos con cabello blanco y andar pausado; hoy en día, los abuelos nos teñimos el cabello, practicamos algún deporte, tenemos vida social activa, usamos los medios digitales y tratamos de estar a la vanguardia; sin embargo, los consejos, apapachos y cariños de los nietos jamás pasan de moda o dejan de ser necesarios.
Dentro de los privilegios de abuela, he podido cuidarlos, tenerlos a mi cargo cuando se presenta un imprevisto y  mis hijos no pueden atenderles;  es un placer observar como van cambiando sus intereses, sus juegos, sus preferencias; disfruto el  cocinar su plato favorito y permitirles su apoyo dentro de los deberes propios del hogar; ser su guía, confidente, quien les induce en el maravilloso camino de la lectura;  ser destinatarios de recados y cartas escritas por esas manos inexpertas al trazo de las letras, pero que en pocas palabras expresan el raudal de emociones y sentimientos que los embargan; apoyarles a discernir entre lo correcto e incorrecto,  fomentar valores y tomarles de la mano para caminar por el sendero de la vida.
Mis nietas más pequeñas, juegan con sus muñecos, los llevan por doquier, hablan para sí mismas en un diálogo constante, claro y seguro; cambian el tono de voz y repiten muchas de las frases que han escuchado en su contexto inmediato.
  Dentro de esas cavilaciones producto del amor y ternura que despiertan en mí, releí y disfruté ampliamente  el poema de “Fusiles y muñecas” de Juan de Dios Peza: 
¡Inocencia! ¡Niñez! ¡Dichosos nombres! /Amo tus goces, busco tus cariños;/Cómo han de ser los sueños de los hombres, /Más dulces que los sueños de los niños!
Los nietos que están en plena pubertad o adolescencia, delimitan su territorio, no es tan fácil el acceso directo a la comunicación verbal y afectiva; de tal modo, que aprecio infinitamente, esos momentos que abren la concha o coraza que les protege y nos permiten entrar a su mundo, ver su interior, opinar, abrazar, ser partícipe de sus risas, de sus alegrías y por qué no decirlo, de sus quebrantos.
Como colofón de este sencillo escrito, me permito citar un fragmento de   Elsa Parda de Hoyos, autora del bello poema: “El niño y el viejo”

“Los niños son el mañana, los viejos son el ayer, sin mañana no habrá vida, ni vida sin el ayer…”




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