Los hijos de mis hijos
Entre las múltiples bendiciones que he recibido de la vida es la de ser
abuela. A los 36 años me dieron el nombramiento oficial e inicié
mi formación en la escuela de la vida, donde las recompensas recibidas son
miradas cargadas de cariño, abrazos, besos y un sinfín de bendiciones y
aprendizajes que van marcando y templando el alma.
Se dice que los nietos son una prolongación de la existencia, porque se
puede enmendar muchos de los errores que comete una con los hijos, ya sea por
inexperiencia, por estar siempre tan apresurados y ocupados en el estudio, el trabajo o ambas cosas; o quizá, por no tener
el tiempo y la madurez necesaria para saborear cada instante, ocurrencia,
caricia y atesorar esos momentos como una riqueza invaluable que pasa y esfuma
con cada día de su crecimiento.
Ser partícipe de ese legado, es uno de los regalos más preciados; desde el
mismo momento que sabemos que existen en el vientre de su madre hasta el
instante crucial del alumbramiento.
En el momento que esos pequeñines arriban al mundo, se ganan nuestro
corazón; sin embargo, en la medida que crecen, se convierten en maestros que
nos enseñan a ver el mundo a través de sus ojos, pletóricos de inocencia, de
esperanza, con una mirada diáfana y segura, toman nuestra mano y jamás vuelven
a soltarla; sus risas, son como música que brinda nuevos tintes de color a
la existencia.
Indudablemente los tiempos han cambiado; en el ayer, hablar de abuelos era
hacer referencia a unos viejecitos con cabello blanco y andar pausado; hoy en
día, los abuelos nos teñimos el cabello, practicamos algún deporte, tenemos
vida social activa, usamos los medios digitales y tratamos de estar a la
vanguardia; sin embargo, los consejos, apapachos y cariños de los nietos jamás
pasan de moda o dejan de ser necesarios.
Dentro de los privilegios de abuela, he podido cuidarlos, tenerlos a mi
cargo cuando se presenta un imprevisto y mis hijos no pueden
atenderles; es un placer observar como van cambiando sus intereses,
sus juegos, sus preferencias; disfruto el cocinar su plato favorito
y permitirles su apoyo dentro de los deberes propios del hogar; ser su guía,
confidente, quien les induce en el maravilloso camino de la
lectura; ser destinatarios de recados y cartas escritas por esas
manos inexpertas al trazo de las letras, pero que en pocas palabras expresan el
raudal de emociones y sentimientos que los embargan; apoyarles a discernir
entre lo correcto e incorrecto, fomentar valores y tomarles de la
mano para caminar por el sendero de la vida.
Mis nietas más pequeñas, juegan con sus muñecos, los llevan por doquier,
hablan para sí mismas en un diálogo constante, claro y seguro; cambian el tono
de voz y repiten muchas de las frases que han escuchado en su contexto
inmediato.
Dentro de esas cavilaciones producto del amor y ternura que
despiertan en mí, releí y disfruté ampliamente el poema de “Fusiles y muñecas” de Juan
de Dios Peza:
¡Inocencia! ¡Niñez!
¡Dichosos nombres! /Amo tus goces, busco tus
cariños;/Cómo han de ser los sueños de los hombres, /Más dulces que los sueños
de los niños!
Los nietos que están
en plena pubertad o adolescencia, delimitan su territorio, no es tan fácil el
acceso directo a la comunicación verbal y afectiva; de tal modo, que aprecio
infinitamente, esos momentos que abren la concha o coraza que les protege y nos
permiten entrar a su mundo, ver su interior, opinar, abrazar, ser partícipe de
sus risas, de sus alegrías y por qué no decirlo, de sus quebrantos.
Como colofón de este
sencillo escrito, me permito citar un fragmento de Elsa Parda
de Hoyos, autora del bello poema: “El niño y el viejo”
“Los niños son el mañana, los
viejos son el ayer, sin mañana no habrá vida, ni vida sin el ayer…”
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