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jueves, 29 de agosto de 2019


A mi abuela con cariño
Maestra Cuquita Sandoval Olivas
Respiro el aroma y la fragancia del recuerdo, permito que las memorias afloren en mi pensamiento; cierro mis ojos, inhalo y exhalo suavemente el aire por mis fosas nasales, para atrapar esos momentos inolvidables y buscar la transcripción en letras, palabras y frases que traduzcan y lleven al lector, esa amada figura que aminoró el paso, pero no dobló el tiempo. Cómo olvidar esa dulce viejecita de ojos pequeños, amielados y ensoñadores que posaba su vista con cariño y amor tierno de abuela; esa cabecita blanca de cabellos largos, que eran peinados cada mañana de arriba hacia abajo hasta desmarañarlo completamente, para luego, partirlo certeramente con la cola del peine en dos partes, hasta formar unas bellas trenzas agrisadas que caían reposando sobre sus pechos y el estampado de su blusa blanco y negro que por años cubrió su cuerpo. Las amplias faldas caían por debajo de sus rodillas, eran negras o azul marino sin excepción, con bolsas a los lados que le permitían cargar las monedas que cada día recibía de sus hijos y nietos.
Su casa era de adobe como todas las del pueblo, con un amplio patio al centro, por fuera, estaba el cocedor que se utilizaba para el cocimiento del pan, una cocina con chimenea y estufa de leña que siempre tenía el jarro de frijoles cocidos, una humeante jarra de café y algunas tortillas de maíz que parecía habían quedado olvidadas sobre las placas; un trastero viejo y una mesa de madera con dos bancas al lado. No se utilizaba la palabra recámara, en su lugar, era conocida como la sala grande y la sala vieja, en la primera, además de dos catres, había un ropero grande, una mesita de madera adornada con una polvera bordada a mano, y sus sillas, único cuarto con piso firme, que servía además para recibir visitas. La sala vieja, tenía dos catres y una petaquilla que guardaba las escasas pertenencias; ahí se hacían tenderetes de cobijas que permitían el descanso de todos los nietos que concurríamos a pasar la noche a su lado; el piso era de tierra y muy tempranito, el olor a tierra mojada, junto con las delicias culinarias inundaba nuestros sentidos. Llenábamos la taza de peltre de café y salíamos al corral donde se ordeñaba las vacas y directamente de la ubre al consumidor, aquel líquido espumoso hacía nuestro primer alimento del día.
El regalo que recibíamos de la abuela en navidad, -quien cariñosamente era llamada “Mamá Cira”, consistía en una bolsita que contenía cacahuates, una naranja, galletitas de animalitos y algunos dulces.
En otras ocasiones que la visitábamos, como no tenía dinero para darnos, en su lugar nos obsequiaba algunos blanquillos que habían puesto las gallinas de su corral, para que pudiéramos llevarlos a la tiendita y canjearlos por efectivo o dulces.
En nuestros cumpleaños o día de santo, ella siempre llegaba con un regalo, ya fuera una Coca Cola con su moño, un jabón de baño o un paquete de galletas.
Por 93 años gozamos de su presencia, su longevidad y calidad de vida fue excelente; conoció y disfrutó a nietos, bisnietos y tataranietos. Fuimos arropados con su amor tierno de abuela y este recuerdo perdurará por siempre en nuestra vida.


Las mejores enseñanzas que forman nuestro carácter y templanza las recibimos en casa y de las personas con las que convivimos de cerca; y no precisamente se basan en palabras, sino en acciones contundentes que marcan significativamente nuestra existencia.

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